viernes, 17 de octubre de 2008

Ella es tan linda... no puede durar

No podíamos conciliar. Música tecno o rock, gaseosa o new age, comer o comernos. Eran las cinco de la mañana, aunque diez minutos más tarde el reloj me anunció las siete, mientras el sol alumbraba de a poco con el reflejo matutino, sus ojos y su risa.
Quería que todo ocurriera en cámara lenta para retrasar mi partida, aunque pensé que volver a las ocho o a las diez, cuando mi toque de queda era a las cuatro, no era una gran diferencia. No sé si la pasábamos bien. Siempre juega un papel importante el hecho de que las ganas de decir tanto, traiga aparejado el miedo a que no haya qué decir.
Sí, hablamos. Hablamos mucho. Pero yo no participaba realmente de la charla. Existían otras cuestiones que me desconcertaban.
Quería besarla. Moría por besarla. Y eso se transformó en un problema cuando ella descubrió lo que mi mente deseaba ansiosa. Mi mente y mi cuerpo.
Acercaba su rostro a centímetros del mío. Suspiraba cerca de mi cuello. Emitía frases sueltas con la voz entrecortada, y hasta se atrevió a rozarme con sus labios.
Yo no la besé. Tenía claro que no iba a ser yo quien dé el primer gran salto a este mundo de confusiones sexuales, o certezas, quien sabe.
Yo no la besé, pero ella sí lo hizo. Lo hizo apasionadamente.
Podía sentir su lengua recorriendo mis labios. Un sabor caliente y dulce, parecido al camino que te lleva hacia el averno. Sus mordiscos, su saliva, su respiración agitada. Podía sentir cada parte de mi boca, tocada, rasgada, mojada por la de ella. Era excitante. Sentía la sangre subiendo y bajando por mi cuerpo. Los pelos alertándose al compás de mi piel erizada. Erizada como nunca antes. No podía contener mis ganas de gritar, de gemir, de sentir cómo sus manos me quemaban.
El mundo desapareció. El sol que entraba por la ventana ya no me asustaba; gozaba haber sido testigo de esa imagen orgásmica. Pero tuve que pararlo, porque tanta emoción de golpe me hizo temblar. El miedo a caer al precipicio.
Y así, aunque en nuestras mentes sólo existía la imagen de dos mujeres haciendo el amor descontroladamente en el piso del living, nos saludamos con un beso seco y partí a mi casa.
Al acostarme, consternada por la noche, sonreí y susurré para mí misma que definitivamente estaba enamorada de una mujer.

¿Qué voy a hacer con tanto cielo para mi?

Para hacer bien mi tarea continué frecuentando estos sitios, plagados de banderas de colores, laberintos y túneles (lugares oscuros para tener sexo de una noche). Bajé todas las temporadas de “The L Word”, una serie warneriana que cuenta la historia de amor y sexo salvaje de un grupo de lesbianas de Los Ángeles. No pude dejar de identificarme con Jenny, una "hetero" que se enamora de una mujer, marcando el punto decisivo en que su vida gira 180 grados.
Sin embargo descubrí un aspecto interesante de mi nueva... orientación (o aventura). No me sentía atraída por ninguna otra mujer; no quería ni amor ni sexo con nadie que no sea M. Sólo ella desordenaba mi mundo.

Ese día fuimos a una gay-disco en la Rivadavia. Un día para compartir con toda la comunidad, el día del amigo. Sabía que ella iba a estar en ese antro de perdición. Esa tarde había tenido la desgracia de recibir un mensaje que especificaba sus ganas de verme a la noche. Desgracia porque intensificaba mis deseos de fundirnos desnudas en un colchón, y eso me asustaba, tanto que intentaba reprimirlo, inútilmente.
Llegó muy tarde. Una hora antes de que prendan las luces y pongan música lenta para corrernos. Fue una hora llena de intimidaciones, preocupación e incertidumbre. Era la primera vez que la veía después del primer encuentro, de las interminables charlas nocturnas, los mensajes y la locura contenida durante tres semanas.

Recuerdo nítidamente su buzo verde, más verde que sus ojos, pero no tan profundos. Me agarró de la mano y me hizo sentir un cosquilleo de adolescente enamorada que me dejó irremediablemente perdida y echada a sus deseos.
Cumplimos el protocolo de presentarnos a nuestros respectivos amigos. Ella cumplió el protocolo de invitarme a su casa después de que la joda terminó. Hice que creyera que lo estaba pensado, que dudaba, pero en realidad, no podía encontrar una sola cosa en el mundo que deseara más que pasar el resto de la noche en su casa. Me olvidé del protocolo y le dije que sí

Cuando abrió la puerta y me dejó pasar supe que esa noche iba a ser decisiva. Que iba a lograr que en la siguiente se me haga imposible conciliar el sueño.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Psicodélica star de la mística de los pobres...

Estaba claro que yo pensaba seguir en mi posición de frialdad inamovible, mirando para otro lado, haciendo de cuenta que no me había percatado de que se había acercado, de que había clavado su mirada en mí y de que estaba bailando increíblemente sensual a un metro de mi cuerpo.
Pude sostener toda esa indiferencia forzada hasta que sentí su mano deslizarse por mi espalda, como si un hielo cayera por mi columna y terminara en mi cintura, erizándome la piel, provocándome un escalofrío digno de una descripción de Cortazar.
Me di vuelta y ella estaba ahí, con sus ojos verdes que sobresaltaban por la luz de neon, su piel blanca, su pelo enrulado y su boca, la manzana del averno.
Bailamos, nos miramos, reímos, dijimos apenas un par de palabras, cegadas por el deseo, los nervios, la incertidumbre. La hora de partir había llegado, y con ella, algún indicio de que íbamos a volver a vernos.

M
Anotá mi cel.

Sin pensar, sin saber que hacer ni decir, saqué mi celular y obedecí su orden. Se podía leer a diez metros mi rostro de felicidad, mezclado con miedo, sorpresa y confusión.

Para no parecer desesperada tardé tres días en mandar un mensaje. Un mensaje que fue contestado a las dos semanas, cuando casi había olvidado la existencia de que aquella mujer que desordenaba mi mundo.
A partir de ahí comenzamos una relación de amistad, aunque mis declaraciones esporádicas de amor no me dejaban usar esa palabra. Por su lado, ella sabia como conquistarme, y sobre todo, que yo quería que lo hiciera.
Nuestras charlas se extendían hasta las seis de la mañana, cuando el sol empezaba a filtrarse por los vidrios de la casa y nuestros ojos dejaban de soportar la brillante pantalla del msn.
Tazas de café al lado de la computadora, apuntes de la facultad intactos, desvelos y preguntas incomodas que por mi inexperiencia con mujeres no podía evitar hacer.

Desde el primer momento pensé que esto seria un capricho, un desliz, una prueba de la vida, una aventura impostergable. Pero con el pasar de los días me vi envuelta en un velo de confusión, neblina y celos (provocados por la reina del sexo lésbico) que me hicieron pensar en una posibilidad que había descartado: me estaba convirtiendo en gay, lesbiana, torta, bollera.